“Jesús, en forma intencional, se dejó caer en las manos del que lo traicionó, no se resistió al arresto, no se defendió en el juicio: resulta claro que estaba dispuesto a someterse a lo que usted describió como una forma de tortura humillante y agonizante. Y yo quisiera saber por qué. ¿Qué puede haber motivado a una persona a que acepte soportar ese tipo de castigo? Alexander Metherell, esta vez el hombre, no el doctor, buscó las palabras justas. —Francamente no creo que una persona común pudiera haberlo hecho —respondió por fin—. Sin embargo, Jesús sabía lo que le esperaba y estuvo dispuesto a padecerlo porque esa era la única forma de redimirnos: haciendo de sustituto nuestro y pagando la pena de muerte que merecemos por nuestra rebelión contra Dios. Esa fue toda su misión al venir a la tierra. Habiendo dicho eso, aun podía percibir que la mente de Mether-ell, racional, lógica y organizada sin tregua continuaba desmenuzando mi pregunta hasta llegar a la respuesta más básica e irreducible. —Por lo tanto, cuando usted me pregunta qué lo motivó —concluyó—, bien… supongo que la respuesta se puede resumir en una sola palabra; y esa sería amor.”