Frases sobre negro
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“Ya no, ya no,
ya no me sirves, zapato negro,
en el cual he vivido como un pie
durante treinta años, pobre y blanca,
sin atreverme apenas a respirar o hacer achís.

Papi: he tenido que matarte.
Te moriste antes de que me diera tiempo…
Pesado como el mármol, bolsa llena de Dios,
lívida estatua con un dedo del pie gris,
del tamaño de una foca de San Francisco.

Y la cabeza en el Atlántico extravagante
en que se vierte el verde legumbre sobre el azul
en aguas del hermoso Nauset.
Solía rezar para recuperarte.
Ach, du.

En la lengua alemana, en la localidad polaca
apisonada por el rodillo
de guerras y más guerras.
Pero el nombre del pueblo es corriente.
Mi amigo polaco

dice que hay una o dos docenas.
De modo que nunca supe distinguir dónde
pusiste tu pie, tus raíces:
nunca me pude dirigir a ti.
La lengua se me pegaba a la mandíbula.

Se me pegaba a un cepo de alambre de púas.
Ich, ich, ich, ich,
apenas lograba hablar:
Creía verte en todos los alemanes.
Y el lenguaje obsceno,

una locomotora, una locomotora
que me apartaba con desdén, como a un judío.
Judío que va hacia Dachau, Auschwitz, Belsen.
Empecé a hablar como los judíos.
Creo que podría ser judía yo misma.

Las nieves del Tirol, la clara cerveza de Viena,
no son ni muy puras ni muy auténticas.
Con mi abuela gitana y mi suerte rara
y mis naipes de Tarot, y mis naipes de Tarot,
podría ser algo judía.

Siempre te tuve miedo,
con tu Luftwaffe, tu jerga pomposa
y tu recortado bigote
y tus ojos arios, azul brillante.
Hombre-panzer, hombre-panzer: oh Tú…

No Dios, sino un esvástica
tan negra, que por ella no hay cielo que se abra paso.
Cada mujer adora a un fascista,
con la bota en la cara; el bruto,
el bruto corazón de un bruto como tú.

Estás de pie junto a la pizarra, papi,
en el retrato tuyo que tengo,
un hoyo en la barbilla en lugar de en el pie,
pero no por ello menos diablo, no menos
el hombre negro que

me partió de un mordisco el bonito corazón en dos.
Tenía yo diez años cuando te enterraron.
A los veinte traté de morir
para volver, volver, volver a ti.
Supuse que con los huesos bastaría.

Pero me sacaron de la tumba,
y me recompusieron con pegamento.
Y entonces supe lo que había que hacer.

Saqué de ti un modelo,
un hombre de negro con aire de Meinkampf,

e inclinación al potro y al garrote.
Y dije sí quiero, sí quiero.
De modo, papi, que por fin he terminado.
El teléfono negro está desconectado de raíz,
las voces no logran que críe lombrices.

Si ya he matado a un hombre, que sean dos:
el vampiro que dijo ser tú
y me estuvo bebiendo la sangre durante un año,
siete años, si quieres saberlo.
Ya puedes descansar, papi.

Hay una estaca en tu negro y grasiento corazón,
y a la gente del pueblo nunca le gustaste.
Bailan y patalean encima de ti.
Siempre supieron que eras tú.
Papi, papi, hijo de puta, estoy acabada.”

Sylvia Plath (1932–1963) escritora Estadounidense

Ariel

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“Estados Unidos no será más una nación blanca y negra, sino más bien café.”

Tierra de todos: Nuestro momento para crear una nación de iguales

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“El núcleo del problema racial, tal como yo lo veo, es este: el negro (y también otros grupos raciales, pero el negro sobre
todo) resulta víctima de los conflictos psicológicos y sociales que ahora forman parte de una civilización blanca que teme una disgregación inminente y no tiene una comprensión madura de la realidad de la crisis. La sociedad blanca es pura y simplemente incapaz de aceptar realmente al negro y asimilarle, porque los blancos no pueden hacer frente a sus propios impulsos, no pueden defenderse contra sus propias emociones, que son extremadamente inestables en una sociedad sobreestimulada y rápidamente cambiante.
Para minimizar la sensación de riesgo y desastre siempre latente en sí mismos, los blancos tienen que proyectar sus miedos en algún objeto exterior a ellos mismos. Claro que la Guerra Fría ofrece amplias oportunidades, y cuanto más inseguros están los hombres, en un bando o en otro, más recurren a paranoicas acusaciones de «comunismo» o «imperialismo», según sea el caso. Las acusaciones no carecen de base, pero siguen siendo patológicas.
Aprisionado en este ineludible síndrome queda el negro, que tiene la desgracia de hacerse visible, con su presencia, su desgracia, sus propios conflictos y su propia división, precisamente en el momento en que la sociedad blanca está menos preparada para arreglárselas con un peso extra de riesgo.
¿Cuál es el resultado? Por un lado, la ternura de los «liberales» se precipita, de modo patético pero comprensible, a dar la bienvenida y a conciliar esa pena trágica. Por otro lado, los inseguros se endurecen de modo enconadamente patológico, se tensan las resistencias, y se confirman en el temor y el odio aquellos que (conservadores o no) están decididos a echar la culpa a otro de sus propias deformidades interiores.
La increíble inhumanidad de esta negativa a escuchar por un momento al negro, de algún modo, y de esta decisión de mantenerle oprimido a toda costa, me parece que proporcionará casi con seguridad una situación revolucionaria desesperanzadamente caótica y violenta. Cada vez más, la animosidad,
la suspicacia y el miedo que sienten esos blancos (y que en su raíz sigue siendo un miedo a su propia miseria interior, que probablemente no pueden sentir tal como es) llegan a hacerse una profecía que se cumple a sí misma. El odio del racista blanco al negro (lo repito, odio, porque aún es una palabra muy suave para indicar lo que hay en los corazones de esa agitada gente) se le hace aceptable cuando lo presenta como un odio del negro a los blancos, fomentado y estimulado por el comunismo. ¡La Guerra Fría y los miedos racistas se ensamblan en una sola unidad! ¡Qué sencillo es todo!
Al negro, claramente, se le invita a una sola reacción. Ha tenido innumerables razones para odiar al hombre blanco. Ahora se reúnen y se confirman sólidamente. Aunque no tenga nada que ganar por la violencia, tampoco tiene nada que perder. ¡Y por lo menos la violencia será un modo decisivo de decir lo que piensa de la sociedad blanca!
El resultado, sin duda, será muy desagradable, y la culpa caerá de lleno en las espaldas de la América blanca, con su inmadurez emocional, cultural y política, y su lamentable negativa a comprender.”

Thomas Merton (1915–1968)

Conjeturas de un espectador culpable

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“Ante la Ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede franquear el acceso. El hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá entrar más tarde. —Es posible —dice el guardián—, pero ahora, no. Las puertas de la Ley están abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado, de modo que el hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo advierte, ríe y dice: —Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso. Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero. El campesino no había previsto semejantes dificultades. Después de todo, la Ley debería ser accesible a todos y en todo momento, piensa. Pero cuando mira con más detenimiento al guardián, con su largo abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda, la larga y negra barba de tártaro, se decide a esperar hasta que él le conceda el permiso para entrar. El guardián le da un banquillo y le permite sentarse al lado de la puerta. Allí permanece el hombre días y años. Muchas veces intenta entrar e importuna al guardián con sus ruegos. El guardián le formula, con frecuencia, pequeños interrogatorios. Le pregunta acerca de su terruño y de muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final le repite siempre que aún no lo puede dejar entrar. El hombre, que estaba bien provisto para el viaje, invierte todo —hasta lo más valioso— en sobornar al guardián. Este acepta todo, pero siempre repite lo mismo: —Lo acepto para que no creas que has omitido algún esfuerzo. Durante todos esos años, el hombre observa ininterrumpidamente al guardián. Olvida a todos los demás guardianes y aquél le parece ser el único obstáculo que se opone a su acceso a la Ley. Durante los primeros años maldice su suerte en voz alta, sin reparar en nada; cuando envejece, ya sólo murmura como para sí. Se vuelve pueril, y como en esos años que ha consagrado al estudio del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, también suplica a las pulgas que lo ayuden a persuadir al guardián. Finalmente su vista se debilita y ya no sabe si en la realidad está oscureciendo a su alrededor o si lo engañan los ojos. Pero en aquellas penumbras descubre un resplandor inextinguible que emerge de las puertas de la Ley. Ya no le resta mucha vida. Antes de morir resume todas las experiencias de aquellos años en una pregunta, que nunca había formulado al guardián. Le hace una seña para que se aproxime, pues su cuerpo rígido ya no le permite incorporarse. El guardián se ve obligado a inclinarse mucho, porque las diferencias de estatura se han acentuado señaladamente con el tiempo, en desmedro del campesino. —¿Qué quieres saber ahora? –pregunta el guardián—. Eres insaciable. —Todos buscan la Ley –dice el hombre—. ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí, nadie más que yo ha solicitado permiso para llegar a ella? El guardián comprende que el hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos debilitados perciban las palabras. —Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré.”

Ante la ley

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“Díjele que entre nosotros existía una sociedad de hombres educados desde su juventud en el arte de probar con palabras multiplicadas al efecto que lo blanco es negro y lo negro es blanco, según para lo que se les paga. El resto de las gentes son esclavas de esta sociedad. Por ejemplo: si mi vecino quiere mi vaca, asalaria un abogado que pruebe que debe quitarme la vaca. Entonces yo tengo que asalariar otro para que defienda mi derecho, pues va contra todas las reglas de la ley que se permita a nadie hablar por si mismo. Ahora bien; en este caso, yo, que soy el propietario legítimo, tengo dos desventajas. La primera es que, como mi abogado se ha ejercitado casi desde su cuna en defender la falsedad, cuando quiere abogar por la justicia -oficio que no le es natural- lo hace siempre con gran torpeza, si no con mala fe. La segunda desventaja es que mi abogado debe proceder con gran precaución, pues de otro modo le reprenderán los jueces y le aborrecerán sus colegas, como a quien degrada el ejercicio de la ley. No tengo, pues, sino dos medios para defender mi vaca. El primero es ganarme al abogado de mi adversario con un estipendio doble, que le haga traicionar a su cliente insinuando que la justicia está de su parte. El segundo procedimiento es que mi abogado dé a mi causa tanta apariencia de injusticia como le sea posible, reconociendo que la vaca pertenece a mi adversario; y esto, si se hace diestramente, conquistará sin duda, el favor del tribunal. Ahora debe saber su señoría que estos jueces son las personas designadas para decidir en todos los litigios sobre propiedad, así como para entender en todas las acusaciones contra criminales, y que se los saca de entre los abogados más hábiles cuando se han hecho viejos o perezosos; y como durante toda su vida se han inclinado en contra de la verdad y de la equidad, es para ellos tan necesario favorecer el fraude, el perjurio y la vejación, que yo he sabido de varios que prefirieron rechazar un pingüe soborno de la parte a que asistía la justicia a injuriar a la Facultad haciendo cosa impropia de la naturaleza de su oficio.

Es máxima entre estos abogados que cualquier cosa que se haya hecho ya antes puede volver a hacerse legalmente, y, por lo tanto, tienen cuidado especial en guardar memoria de todas las determinaciones anteriormente tomadas contra la justicia común y contra la razón corriente de la Humanidad. Las exhiben, bajo el nombre de precedentes, como autoridades para justificar las opiniones más inicuas, y los jueces no dejan nunca de fallar de conformidad con ellas.
Cuando defienden una causa evitan diligentemente todo lo que sea entrar en los fundamentos de ella; pero se detienen, alborotadores, violentos y fatigosos, sobre todas las circunstancias que no hacen al caso. En el antes mencionado, por ejemplo, no procurarán nunca averiguar qué derechos o títulos tiene mi adversario sobre mi vaca; pero discutirán si dicha vaca es colorada o negra, si tiene los cuernos largos o cortos, si el campo donde la llevo a pastar es redondo o cuadrado, si se la ordeña dentro o fuera de casa, a qué enfermedades está sujeta y otros puntos análogos. Después de lo cual consultarán precedentes, aplazarán la causa una vez y otra, y a los diez, o los veinte, o los treinta años, se llegará a la conclusión.
Asimismo debe consignarse que esta sociedad tiene una jerigonza y jerga particular para su uso, que ninguno de los demás mortales puede entender, y en la cual están escritas todas las leyes, que los abogados se cuidan muy especialmente de multiplicar. Con lo que han conseguido confundir totalmente la esencia misma de la verdad y la mentira, la razón y la sinrazón, de tal modo que se tardará treinta años en decidir si el campo que me han dejado mis antecesores de seis generaciones me pertenece a mí o pertenece a un extraño que está a trescientas millas de distancia.”

Los viajes de Gulliver

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“Ahora es ella quien lo mira divertida, o tierna, o nerviosa, y finalmente le pregunta: —¿Vas a decirme qué te pasa, Benjamín? Chaparro se siente morir, porque acaba de advertir que esa mujer pregunta una cosa con los labios y otra con los ojos: con los labios le está preguntando por qué se ha puesto colorado, por qué se revuelve nervioso en el asiento o por qué mira cada doce segundos el alto reloj de péndulo que decora la pared próxima a la biblioteca; pero, además de todo eso, con los ojos le pregunta otra cosa: le está preguntando ni más ni menos qué le pasa, qué le pasa a él, a él con ella, a él con ellos dos; y la respuesta parece interesarle, parece ansiosa por saber, tal vez angustiada y probablemente indecisa sobre si lo que le pasa es lo que ella supone que le pasa. Ahora bien —barrunta Chaparro—, el asunto es si lo supone, lo teme o lo desea, porque esa es la cuestión, la gran cuestión de la pregunta que le formula con la mirada, y Chaparro de pronto entra en pánico, se pone de pie como un maníaco y le dice que tiene que irse, que se le hizo tardísimo; ella se levanta sorprendida —pero el asunto es si sorprendida y punto o sorprendida y aliviada, o sorprendida y desencantada—, y Chaparro poco menos que huye por el pasillo al que dan las altas puertas de madera de los despachos, huye sobre el damero de baldosas negras y blancas dispuestas como rombos, y recién retoma el aliento cuando se trepa a un 115 milagrosamente vacío a esa hora pico del atardecer; se vuelve a su casa de Castelar, donde esperan ser escritos los últimos capítulos de su historia, sí o sí, porque ya no tolera más esta situación, no la de Ricardo Morales e Isidoro Gómez, sino la propia, la que lo une hasta destrozarlo con esa mujer del cielo o del infierno, esa mujer enterrada hasta el fondo de su corazón y su cabeza, esa mujer que a la distancia le sigue preguntando qué le pasa, con los ojos más hermosos del mundo.”

Eduardo Sacheri (1967) escritor argentino

El secreto de sus ojos

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“Madre de los juegos latinos y los deleites griegos,
Lesbos, donde los besos, lánguidos o gozosos,
cálidos como soles, frescos como las sandías,
son el adorno de noches y días gloriosos;
madre de los juegos latinos y los deleites griegos.

Lesbos, donde los besos son como cascadas
que se arrojan sin miedo en las simas sin fondo,
y fluyen, entrecortados de sollozos y risas,
tormentosos y secretos, hormigueantes y profundos;
¡Lesbos, donde los besos son como las cascadas!

Lesbos, donde las Frinés se atraen entre sí,
donde nunca un suspiro dejó de hallar un eco,
las estrellas te admiran tanto como a Pafos,
¡y Venus con razón puede envidiar a Safo!
Lesbos, donde las Frinés se atraen entre sí,

Lesbos, tierra de noches cálidas y lánguidas,
que hacen que en sus espejos, ¡infecundo deleite!
las niñas de ojos hundidos, enamoradas de sus cuerpos,
acaricien los frutos ya maduros de su nubilidad;
Lesbos, tierra de noches cálidas y lánguidas,

deja al viejo Platón fruncir su ceño austero;
obtienes tu perdón del exceso de besos,
reina del dulce imperio, tierra noble y amable,
y de refinamientos siempre sin agotar,
deja al viejo Platón fruncir su ceño austero.

Obtienes tu perdón del eterno martirio,
infligido sin tregua a los corazones ambiciosos,
que atrae lejos de nosotros la radiante sonrisa,
¡vagamente entrevista al borde de otros cielos!
¡Obtienes tu perdón del eterno martirio!

¿Qué Dios se atreverá a ser tu juez, oh Lesbos?,
y a condenar tu frente pálida por penosas labores,
si sus balanzas de oro no han pesado el diluvio,
de lágrimas que en el mar vertieron tus arroyos?
¿Qué Dios se atreverá a ser tu juez, oh Lesbos?

¿Qué quieren de nosotros las leyes de lo justo y lo injusto?
Vírgenes de corazón sublime, honra del Archipiélago,
vuestra religión es augusta como cualquiera,
¡y el amor se reirá del Infierno y del Cielo!
¿Qué quieren de nosotros las leyes de lo justo y lo injusto?

Pues Lesbos me ha elegido en la tierra entre todos,
para cantar el secreto de sus floridas vírgenes,
y desde la infancia que inicié en el negro misterio,
de las risas sin freno mezcladas con los llantos sombríos;
pues Lesbos me ha elegido en la tierra entre todos

y desde entonces velo en la cumbre del Léucato,
igual que un centinela de mirada segura y penetrante,
que vigila noche y día,, tartana o fragata,
cuyas formas a lo lejos se agitan en el azul;
y desde entonces velo en la cumbre del Léucato,

para saber si el mar es indulgente y bueno,
y si entre los sollozos que en la roca resuenan,
un día llevará a Lesbos, que perdona,
el cadáver adorado de Safo, que partió,
¡para saber si el mar es indulgente y bueno!

De Safo la viril, la amante y la poetisa,
¡por su palidez triste más hermosa que Venus!
—Al ojo azul venció el negro que mancilla
el tenebroso círculo trazado por las penas
¡de Safo la viril, la amante y la poetisa!

Presentándose al mundo más hermosa que Venus
y vertiendo el tesoro de su serenidad
y el brillo de su rubia juventud,
sobre el viejo Océano prendado de su hija;
¡presentándose al mundo más hermosa que Venus!

—De Safo, que murió el día de su blasfemia,
cuando, insultando el rito y el culto establecido,
convirtió su hermoso cuerpo en pasto supremo
de un bruto cuyo el orgullo castigó la impiedad
de aquella que murió el día de su blasfemia,

y desde entonces Lesbos lanza lamentaciones,
y, pese a los honores que le tributa el mundo,
cada noche le embriaga la voz de la tormenta,
¡que elevan hacia el cielo sus orillas desiertas!
¡y desde entonces Lesbos lanza lamentaciones!”

Les Fleurs du Mal

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“Mujer negra

Todavía huelo la espuma del mar que me hicieron atravesar.
La noche, no puedo recordarla.
Ni el mismo océano podría recordarla.
Pero no olvido el primer alcatraz que divisé.
Altas, las nubes, como inocentes testigos presenciales.
Acaso no he olvidado ni mi costa perdida, ni mi lengua ancestral
Me dejaron aquí y aquí he vivido.
Y porque trabajé como una bestia,
aquí volví a nacer.
A cuanta epopeya mandinga intenté recurrir.

Me rebelé.
Su Merced me compró en una plaza.
Bordé la casaca de su Merced y un hijo macho le parí.
Mi hijo no tuvo nombre.
Y su Merced murió a manos de un impecable lord inglés.

Anduve.
Esta es la tierra donde padecí bocabajos y azotes.
Bogué a lo largo de todos sus ríos.
Bajo su sol sembré, recolecté y las cosechas no comí.
Por casa tuve un barracón.
Yo misma traje piedras para edificarlo,
pero canté al natural compás de los pájaros nacionales.

Me sublevé.
En esta tierra toqué la sangre húmeda
y los huesos podridos de muchos otros,
traídos a ella, o no, igual que yo.
Ya nunca más imaginé el camin a Guinea.
¿Era a Guinea? ¿A Benín? ¿Era a
Madagascar? ¿O a Cabo Verde?
Trabajé mucho más.
Fundé mejor mi canto milenario y mi esperanza.
Aquí construí mi mundo.

Me fui al monte.
Mi real independencia fue el palenque
y cabalgué entre las tropas de Maceo.
Sólo un siglo más tarde,
junto a mis descendientes,
desde una azul montaña.

Bajé de la Sierra
Para acabar con capitales y usureros,
con generales y burgueses.
Ahora soy: sólo hoy tenemos y creamos.
Nada nos es ajeno.
Nuestra la tierra.
Nuestros el mar y el cielo.
Nuestras la magia y la quimera.
Iguales míos, aquí los veo bailar
alrededor del árbol que plantamos para el comunismo.
Su pródiga madera ya resuena.”

Nancy Morejón (1944) escritora cubana
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“Pero el amor, esa palabra… Moralista Horacio, temeroso de pasiones sin una razón de aguas hondas, desconcertado y arisco en la ciudad donde el amor se llama con todos los nombres de todas las calles, de todas las casas, de todos los pisos, de todas las habitaciones, de todas las camas, de todos los sueños, de todos los olvidos o los recuerdos. Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa, hay horas en que me atormenta que me ames (cómo te gusta usar el verbo amar, con qué cursilería lo vas dejando caer sobre los platos y las sábanas y los autobuses), me atormenta tu amor que no me sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado, jamás Wright ni Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un solo lado, y no me mires con esos ojos de pájaro, para vos la operación del amor es tan sencilla, te curarás antes que yo y eso que me querés como yo no te quiero. Claro que te curarás, porque vivís en la salud, después de mí será cualquier otro, eso se cambia como los corpiños. Tan triste oyendo al cínico Horacio que quiere un amor pasaporte, amor pasamontañas, amor llave, amor revólver, amor que le dé los mil ojos de Argos, la ubicuidad, el silencio desde donde la música es posible, la raíz desde donde se podría empezar a tejer una lengua. Y es tonto porque todo eso duerme un poco en vos, no habría más que sumergirte en un vaso de agua como una flor japonesa y poco a poco empezarían a brotar los pétalos coloreados, se hincharían las formas combadas, crecería la hermosura. Dadora de infinito, yo no sé tomar, perdoname. Me estás alcanzando una manzana y yo he dejado los dientes en la mesa de luz. Stop, ya está bien así. También puedo ser grosero, fijate. Pero fijate bien, porque no es gratuito.
¿Por qué stop? Por miedo de empezar las fabricaciones, son tan fáciles. Sacás una idea de ahí, un sentimiento del otro estante, los atás con ayuda de palabras, perras negras, y resulta que te quiero. Total parcial: te quiero. Total general: te amo. Así viven muchos amigos míos, sin hablar de un tío y dos primos, convencidos del amor-que-sienten-por-sus-esposas. De la palabra a los actos, che; en general sin verba no hay res. Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al verse. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto.”

Julio Cortázar (1914–1984) escritor argentino
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“No descubrí la negra magia de las palabras hasta que me mordieron en el corazón.”

Simone de Beauvoir (1908–1986) escritora, intelectual, filósofa existencialista, activista política, feminista y teórica social francesa

Memoirs of a Dutiful Daughter

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“La calle del Faubourg Saint-Antoine era muy larga. Comenzaba en lo que antes había sido un faubourg, un barrio de las afueras, situado al este de la ciudad antigua. Mucho antes de la Revolución, ya era una zona de artesanos, donde se encontraban la mayoría de los carpinteros y ebanistas. Pese a las ideas republicanas, y a veces radicales, que en general defendían, muchos de aquellos hábiles artesanos y pequeños comerciantes eran, como Petit, muy conservadores en lo que concernía al núcleo familiar. No obstante, más de un monarca había podido comprobar en el pasado que, cuando se echaban a la calle, eran implacables. Petit emprendió la caminata con paso febril. La nieve se había fundido y las calles estaban secas. Al cabo de poco, llegó al lugar donde antes se alzaba la fortaleza de la Bastilla y que entonces no era más que un gran espacio vacío sobre el que flotaba un cielo gris de negros presagios. Allí comenzaba la ciudad antigua. A partir de ese punto, la calle ya no se denominaba faubourg, sino simplemente calle Saint-Antoine. Al cabo de un centenar de metros, volvía a cambiar de nombre, adoptando el de Rivoli. Con aquel prestigioso nombre, conducía a la antigua plaza del mercado de la Grève, contigua al río, donde habían reconstruido el ayuntamiento, el Hôtel de Ville, al que le habían conferido un aspecto de enorme y ornamentado castillo. Después pasó por el antiguo Châtelet, donde en la Edad Media administraba justicia el preboste. Aunque había aminorado el paso, Petit todavía caminaba deprisa y, pese al frío, sudaba un poco. Finalmente, se cepilló con gesto inconsciente las mangas del abrigo cuando entró en la zona más regia de la calle de Rivoli, con la larga serie de arcadas que se sucedían frente al solemne palacio del Louvre y los jardines de las Tullerías, hasta que llegó al vasto espacio despejado de la plaza de la Concordia. Llevaba caminando más de una hora. Su ira se había transformado en una sombría y amarga rabia impregnada de desesperación. Torció hacia el bonito templo clásico de la Madeleine. Justo al oeste de la Madeleine, empezaba otro de los grandes bulevares residenciales proyectados por el barón Haussmann. El bulevar de Malesherbes partía de allí en diagonal para acabar en una de las puertas noroccidentales de la ciudad, más allá del final del parque Monceau. El serio carácter del bulevar adquiría un aire más moderno en los sectores próximos a la Madeleine, precisamente en la zona donde se encontraba, en un gran edificio de la Belle Époque, el piso de Jules Blanchard.”

Edward Rutherfurd (1948) escritor británico

París

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“Debe haber un error, doctor. Mi cuñado no era tan gordo ni tan viejo, y la última vez que lo vimos era negro.”

Santiago Gamboa (1962) escritor colombiano

Perder es cuestión de método

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“Ningún color viene después del negro.”

The Dermis Probe

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“Déjame respirar mucho tiempo, mucho tiempo, el olor de tus cabellos; sumergir en ellos el rostro, como hombre sediento en agua de manantial, y agitarlos con mi mano, como pañuelo odorífero, para sacudir recuerdos al aire.
¡Si pudieras saber todo lo que veo! ¡Todo lo que siento! ¡Todo lo que oigo en tus cabellos! Mi alma viaja en el perfume como el alma de los demás hombres en la música.
Tus cabellos contienen todo un ensueño, lleno de velámenes y de mástiles; contienen vastos mares, cuyos monzones me llevan a climas de encanto, en que el espacio es más azul y más profundo, en que la atmósfera está perfumada por los frutos, por las hojas y por la piel humana.
En el océano de tu cabellera entreveo un puerto en que pululan cantares melancólicos, hombres vigorosos de toda nación y navíos de toda forma, que recortan sus arquitecturas finas y complicadas en un cielo inmenso en que se repantiga el eterno calor.
En las caricias de tu cabellera vuelvo a encontrar las languideces de las largas horas pasadas en un diván, en la cámara de un hermoso navío, mecidas por el balanceo imperceptible del puerto, entre macetas y jarros refrescantes.
En el ardiente hogar de tu cabellera respiro el olor del tabaco mezclado con opio y azúcar; en la noche de tu cabellera veo resplandecer lo infinito del azul tropical; en las orillas vellosas de tu cabellera me emborracho con los olores combinados del algodón, del almizcle y del aceite de coco.
Déjame morder mucho tiempo tus trenzas, pesadas y negras. Cuando mordisqueo tus cabellos elásticos y rebeldes, me parece que como recuerdos.”

Paris Spleen

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